Friday, December 29, 2006

Carne Marinada en Naranja Sobre Rissotto de Estragón y Queso Holandés

No es cierto que tenga un vínculo cercano con la naranja. No.

Simplemente el desdén de una noche como cualquiera, me motivo a moverme y ya. Pique cebolla, eché laurel en un recipiente, abundante aceite de oliva, pimienta verde, tomillo deshojado, jugo de naranja, mucho jugo de naranja y un ensayo inusual con estragón.

Con el calor que hacía me sentí más que complacido, el olor de la cebolla en mis manos, el aceite que se volvía empalagoso en mis dedos y el jugo de naranja hacian del conjunto un almizcle atractivo. No le veía muchas esperanzas al plato y fue entonces cuando me serví un vaso de sello loco. Un juanito niquelado. Completamente frío. Denso. Sabroso. Puse un filete de carne de muy buena calidad comprado con los últimos ahorros de mi quincena, en el recipiente de la marinada.

Y me olvidé por completo de él, hasta hoy.

En una sartén puse toda la marinada, la carne parecía ya cocida por el jugo de naranja. Puse fuego lento y contemplé un rato. Un maremoto de olores salieron de esa hornilla y me animé. Una olla, aceite de canola, tres dientes de ajo sin pelar, tres pedazos de cebolla, medio pimentón amarillo, medio rojo, calentar y sofreír. Diez segundos más tarde agregar abundante sal y contemplar. En ese momento que usted piensa es el indicado, agregar arroz y esperar otra vez.

Servirse un nuevo vaso de juanito y esperar.

Cortar pedazos de queso holandés en cubos de un centímetro (cúbico, valga la redundancia), poner en un plato semipando blanco, deshojar una ramita de estragón picarla si se quiere y espolvorearla sobre el queso servido ya en el plato. Listo el arroz servirlo sobre el queso. Lista la carne, cortarla en lonjitas o medalloncitos y ponerlos sobre el arroz que está sobre el queso que está sobre el plato semipando blanco. Servir la sustancia en abundancia sobre la carne que esta... sobre todo y dejar reposar por unos segundos.

Servir un nuevo vaso de juanito y saborear este sencillo, práctico pero esquisito platillo. No aseguro que mi juicio esté bien fundado pero la combinación entre el whisquicito y el arroz me dejó perplejo. No tengo foto porque me devoré el plato y en el ocio de la ingesta planeé esta cortica reseña.

Ella? Sabrá dios donde se encuentre ella.

Sunday, December 03, 2006

Una Vez en La Habana



Cuando te vi por primera vez, quedé sorprendido, inundado por tu inmaculada belleza. Inmaculada, no por virginal, sino por el hecho de no haber sido contaminada por estereotipos o ideas de quirófano. No fue la primera vez que me sucedió en La Habana, muchas veces cuando me decidía a caminar todo el malecón, veía un centenar de diosas desfilando por su humilde pasarela y, entonces, nos dedicábamos a observarlas con descaro.

Cinco veces más me sorprendiste; la segunda, más agobiante aún, fue cuando me abordaste en el café, en frente de El Quijote, a pocas cuadras de mi hotel, donde me la pasaba en las tardes leyendo un libro y bebiendo ron o un espeso café. Generalmente, eran hombres los que se acercaban, las mujeres tendían a ser estigmatizadas y en un instante rechazadas. El hombre, por el contrario entraba con aire amiguero, siempre con una sonrisa blanca pero la mayoría de las veces con intenciones oscuras. Yo no te rechacé, se notaba que estabas desafiando algo muy grande, estabas desafiando el imaginario machista de tu vecindario; yo no pude rechazarte, más aún cuando escupiste tu nombre con un hechizo que me impidió moverme. Me sorprendiste con ese Yulianela, hija de Marianela, nieta Lucianela y bisnieta de Isaura.

Pasmado, congelado, ahí después de escucharte saludar, intenté tartamudeando invitarte a sentar, te ofrecí una bebida y pediste un batido de fruta-bomba con un poquito de ron. Caí en la cuenta de mi descuído y te silbe mi nombre, al parecer te gustó y cómoda te fuiste acomodando, parecía como si te estuvieras liberando de un gran peso, de una carga, de un lastre. Al momento llegó tu bebida, un beberage naranja intenso y pastoso casi cremoso, venía con un par de hielos y un pitillo. Agradeciste al mesero y lo introdujiste en tu boca chupando de una sola bocanada casi un cuarto del vaso. Sentiste mi curiosidad por saber que habías pedido y me ofreciste un poco, yo introduje ese pitillo que había tocado, ya, tus labios, ya, tu lengua y descubrí de entre la avalancha de azúcar que le habían puesto a que sabía la fruta-bomba.

“¡Ah! ¡Es papaya!” atiné a responder completamente emocionado pero descubrí un brillo de incomodidad en tu mirada, muy ligero pero ahí estaba, y te acercaste al oído a susurrarme “papaya, aquí en Cuba, es panocha pero esa te la doy a probar más tarde”. Me sonrojé, agache la cabeza y tu te burlaste.

Muchas veces me sentí desilusionado de hablar con las mujeres de Cuba pues descubrían mi extranjería y siempre terminaban ofertando su sexo, no muy caro la verdad si reconocemos que sólo muy pocas de las mujeres de Cuba no eran apetitosas, pero me cohibían pues no encontraba cabida para el cortejo para la seducción, al fin y al cabo una puta se consigue en cualquier lado. Espere después del susurro la susodicha oferta, me imaginaba que iban a ser cinco chavitos. A saber, según mis resultados lo mínimo eran cinco y era, contrario a lo que uno pudiera pensar, para mujeres exquisitas pero de poca experiencia y veinticinco a treinta, matronas que se las daban de guardianas del inexorable secreto tántrico del hombre y la mujer teniendo sexo, en un catre a treinta y siete grados centigrados, en un edificio roto del centro de la ciudad.

No dijiste nada más y eso en algo me alivio.

Creo que al final de mi raciocinio quise pensar que te gusté, no buscabas estafarme, ni que te gastara nada más; en un principio, simplemente te gusté y estabas jugando conmigo porque sabías que me gustabas y que estaba intrigado del por qué no pedías algo más que un simple batido de papaya, perdón, de fruta-bomba.

No sé en que momento, ni como lo hiciste pero me dijiste que fuéramos a tu apartamento que estaba cerca a la Necrópolis, cerca también de unos estudiantes amigos míos que ya había conocido previamente en una borrachera de ron días atrás. Sentía que era diferente a una propuesta de una puta, me había prometido no tener ni un sólo encuentro por el estilo pero cómo negarme. Cómo decirle que no a esas largas piernas de tono bronce y esa ínfima minifalda de jean. Cómo decirle que no a esa franelilla, con ese escote que me permitía ver tus tetas a plenitud, que me permitía dilucidar esas dos masas duras, redondas y jugosas. Cómo decirle que no a esos ojos y a esa cara que más parecían la portada de una revista de moda. Cómo decirle que no a ese sinnúmero de pelitos finos, chiquitos, monos que rodeaban sensualmente tu cuello, tus brazos, que se perdían en tu espalda y volvían a aparecer en tu vientre para otra vez, después de seguir el camino al paraíso, volverse a perder. ¡Ah! Que paraíso apenas rubio sobre tu piel blanca y enmarcado por tu bronceado de caramelo. ¡Ah! ¡Que paraíso rosado y húmedo de saberme tuyo, de sentirte excitada.

Me seguiste sorprendiendo, esta vez cuando me pediste que te clavara por el culo y aunque me deseabas, incluso más de lo que yo a ti, sabías en lo profundo de tu corazón que esto no iba a durar más allá de mis días de vacación en Vedado. Toqué tu sexo y mi mano se llenó de orgullo mientras mi verga ebullía de envidia, de ver como ella se sumergía entre tus piernas en esa piscina tuya. Todavía sin quitarte la faldita que se me antojaba deliciosa, te puse en cuatro, me limpié tu sabor en mi boca y fuiste dulce por segunda vez en el día. Estruje con fuerza uno de tus pezones que estaba ya irrigado y tenso que ocasionó un grito sordo y bajo que disparó una ola alcalina, allá en tu baja piscina. Mojé mi otra mano en tu charco y lubriqué tu delicioso culo de durazno. Mordí tu nalga izquierda, tan fuerte que me enviaste una reconveniente mirada, “tan mal tratas a las niñas de quince años?”, quedé frío, fue mi quinta sorpresa, mis manos se alejaron de tu cuerpo y sonreíste, cogiste de nuevo mis manos y las pusiste donde estaban, el avión se estaba cayendo y el piloto estaba entrando en pánico, cogiste mi verga erecta y de un sólo golpe la forzaste en tu ano, que vertiginosamente se perdió en el fondo de tu ser, digerida por tu culo, cerré los ojos y comencé a meterme en tu deseo y fue síncopa nuestro ritmo, tu culo, mi verga, tu garganta, mi mano, tu piscina. La hundía y gemías y gemías, gemías y la hundía y gemías, la hundía y gemías y gemías, la hundía y gemías y gemías y la hundía, la hundía y gemías y gemías.